Acabamos de celebrar el Día de Carl Sagan, y sus contribuciones a la ciencia, la divulgación y el escepticismo son tan amplias y bien conocidas de mis lectores que no les molestaré repitiendo lo evidente. Su obra divulgativa no muestra solamente las maravillas del Universo, sino también su relación con la raza humana. Los pequeños hombres y mujeres de nuestro punto azul pálido, muy pagados de nosotros mismos, vivimos como si la Tierra nos perteneciese y pudiésemos hacer cualquier cosa. Incluso matarnos a nosotros mismos. Incluso matar nuestro propio mundo.
Ya a comienzos de los sesenta, Carl Sagan dio pruebas de que no era la típica ovejita que corría a balar cuando el rebaño así lo requería. Poco después de doctorarse, nos relata en su libro Los Dragones del Edén, se solicitó su presencia para acompañar a un grupo de científicos soviéticos, especialistas en la búsqueda de vida extraterrestre, que estaban visitando los Estados Unidos. En plena Guerra Fría, ni siquiera le sorprendió el hecho de que quien le llamó fuese un general de las Fuerzas Aéreas. Cuando finalizó la reunión, un joven e ingenio Sagan entabló contacto con el intérprete norteamericano, y finalmente éste le preguntó para quién trabajaba. “Universidad de California, en Berkeley,” respondió. “No, no, muchacho, la tapadera no,” replicó el “intérprete.” Cuando se fueron los rusos, un enojado Sagan telefoneó a la CIA para presentar una reclamación. Tardaron casi tres semanas en averiguar que el intérprete pertenecía a los servicios de inteligencia de las Fuerzas Aéreas.
Que un leal ciudadano norteamericano se atreva a cuestionar la actuación de sus fuerzas armadas es, incluso hoy, una actitud impopular que requiere mucho coraje. En EEUU, los militares constituyen el grupo social más popular y admirado, superando incluso a los científicos o los médicos. Atreverse a criticarlos en 1961 era poco menos que suicida. Lo que para muchos hubiera sido el final de su carrera activista, el joven Sagan lo vio como una responsabilidad, una llamada al deber. La ciencia no puede vivir de espaldas a la humanidad.
Durante los años setenta, Carl Sagan ganó en popularidad, y en todo momento aprovechó la ocasión para llamar la atención sobre la amenaza de la carrera de armamentos a todos los niveles. En la introducción del libro más famoso escrito por su mano (Cosmos), Sagan mostró su amargura hacia la forma en que la cultura militar del miedo y el secreto amenazó la filmación de la serie documental en países tan diversos como Estados Unidos, Grecia, Egipto, Checoslovaquia y la URSS, y añadió:
“Nuestros equipos de filmación fueron tratados con mucha amabilidad en todos los países que visitamos; pero la presencia militar global, el temor en el corazón de las naciones, era omnipresente”
Cosmos, creado en 1980, dedica un capítulo entero a la insensatez de la guerra nuclear, repartiendo las culpas entre unos y otros, sin tomar bando salvo el de la supervivencia común:
“Cada gran potencia tiene alguna justificación ampliamente difundida para conseguir y almacenar armas de destrucción masiva … ¿Cómo explicaríamos la carrera global de armas a un observador extraterrestre desapasionado? ¿Cómo justificaríamos los desarrollos desestabilizadores más recientes de los satélites asesinos, las armas con rayos de partículas, láseres, bombas de neutrones, misiles de crucero, y la propuesta de convertir áreas equivalentes a pequeños países en zonas donde esconder misiles balísticos intercontinentales entre centenares de señuelos? ¿Afirmaremos que diez mil cabezas nucleares con sus correspondientes objetivos pueden aumentar nuestras perspectivas de supervivencia? ¿Qué informe presentaríamos sobre nuestra administración del planeta Tierra? Hemos oído las racionalizaciones que aducen las superpotencias nucleares. Sabemos quién habla en nombre de las naciones. Pero ¿quién habla en nombre de la especie humana? ¿Quién habla en nombre de la Tierra?”
Sagan plantó cara y comenzó a actuar como portavoz del planeta Tierra. En aquel momento, la guerra fría se calentaba por momentos y las superpotencias luchaban por delegación en guerras pequeñas mientras se preparaban para la confrontación final. Estados Unidos acababa de escoger a Ronald Reagan, un presidente belicista que lanzó su país hacia un programa de armamento masivo; por su parte, los viejos líderes de la URSS no se quedaban atrás. Fue entonces cuando algunos científicos comenzaron a plantar cara al sistema establecido.
Comenzaron a surgir voces de protesta. Muchos profesionales cualificados se dieron cuenta de que su participación era esencial en proyectos militares de destrucción masiva, y quizá por primera vez se detuvieron a reflexionar sobre las consecuencias de sus actos. Se formaron y potenciaron asociaciones colectivas como Profesionales Informáticos para la Responsabilidad Social (CPSR, Computer Professional for Social Responsibility), la Unión de Científicos Comprometidos (UCS, Union of Concerned Scientists) y la Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear (IPPNW, International Physicians for the Prevention of Nuclear War), esta última galardonada con el Premio Nobel de la Paz en 1985.
Estos y otros grupos de todo tipo presionaron con dureza cuando el presidente Reagan anunció la presentación de su proyecto para proteger el territorio norteamericano de ataques nucleares: la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI), prontamente bautizada por la prensa como proyecto Guerra de las Galaxias. Se trataba de un enorme y ambicioso sistema de diseñado para detectar, identificar y derribar misiles enemigos mediante una combinación de técnicas que rozaban la ciencia ficción: estaciones orbitales, rayos láser, haces de partículas, armas nucleares, proyectiles de hipervelocidad.
Lo que en la mente de un presidente anticomunista y conservador (y algo simplón, todo hay que decirlo) era un servicio de la ciencia y la tecnología a la paz mundial fue visto por muchos como un intento de extender la guerra al espacio. Algunos de esos muchos decidieron que no participarían en la nueva locura. Los motivos eran éticos, pero también pragmáticos. Los informáticos se horrorizaron por la complejidad computacional que el sistema requeriría; los científicos e ingenieros fueron conscientes de la enorme cantidad de tiempo y dinero que haría falta para que la SDI llegase algún día a ser mínimamente eficiente; los médicos contabilizaron los muertos de una guerra en la que la SDI no evitaría el holocausto de países enteros.
La oposición a la propuesta de Ronald Regan (por lo demás, uno de los presidentes más populares de la historia) aumentó fuertemente con la emisión por televisión de la película El Día Después (The Day After). Emitida en noviembre de 1983 por la cadena ABC, mostraba la vida de ciudadanos norteamericanos normales y corrientes durante las etapas finales de una guerra convencional que se convierte en nuclear. Su atrevido planteamiento se alejaba de los clichés apocalípticos estilo Mad Max, y mostraba con toda la cruda realidad posible lo que realmente significaría un intercambio nuclear para los supervivientes. La mitad final de la película, justo tras el intercambio de misiles, se emitió sin interrupciones publicitarias, algo insólito en la televisión norteamericana; como insólito fue el hecho de que durante semanas fuese anunciada incluso en las cadenas rivales.
Tras la emisión, hubo un debate, que en mi opinión no sirvió para aclarar gran cosa en aquel momento, porque osciló entre las dos extremos: la postura “hay que reducir y eliminar las armas nucleares” de Sagan frente a “la guerra nuclear es algo terrible, y por eso hay que confiar en el Gobierno, que sabe lo que hay que hacer” de los halcones. Con todo, el mero hecho de obligar al poder establecido a justificar su postura belicista enviando al debate a halcones como los exsecretarios Kissinger y McNamara fue una expresión en sí misma: las cosas tienen que cambiar.
Pero por terribles que fuesen los efectos conocidos hasta entonces de la guerra nuclear, Carl Sagan tenía un motivo más para luchar contra ella. Él sabía algo que ignorábamos los demás. Su trabajo como científico planetario le mostró que la presencia de partículas en la atmósfera podía alterar el clima de un planeta, en ocasiones de forma brutal. Aún recordamos el caos que sembró en el espacio aéreo europeo el volcán islandés Eyjafjallajökull, pero eso no fue ni una pálida sombra comparado con los efectos de las masivas tormentas de arena en Marte. ¿Qué sucedería en caso de una guerra nuclear? Los objetivos primarios, ciudades y centros industriales, lanzarían a la atmósfera cantidades ingentes de humo y polvo, bloqueando la entrada de los rayos solares.
En diciembre de 1983, Carl Sagan y otros publicaron en la revista Science un artículo donde mostraban los resultados de una serie de simulaciones informáticas; posteriormente extendieron sus descubrimientos en un libro llamado El Frío y la Oscuridad: el Mundo tras una Guerra Nuclear. El estudio TTAPS (Turco, Toon, Ackerman, Pollack, Sagan) mostró que incluso intercambios nucleares limitados, de esos que los militares llamar “quirúrgicos,” causarían graves alteraciones en la atmósfera terrestre. Una guerra nuclear típica crearía una capa de humo y polvo que se extendería sobre gran parte del mundo; en el hemisferio norte, la luz solar quedaría bloqueada por completo durante varios meses.
El hecho de que incluso los países más alejados de un intercambio nuclear masivo sufrirían graves consecuencias dio a la guerra nuclear un ámbito global. Finalmente, todos los países del mundo estaban unidos en algo. Todos eran rehenes del genio nuclear, todos eran potenciales víctimas colaterales. Había un interés en tomar una postura común contra una amenaza común. Comenzó a circular un nuevo término en el glosario del horror: invierno nuclear.
El estudio TTAPS fue duramente criticado en algunos círculos. Los poderes de siempre intentaron minimizar el efecto del invierno nuclear; John Maddox, entonces editor de la prestigiosa revista Nature, se mostró particularmente hostil a la nueva idea del invierno nuclear. Las simulaciones del grupo de Sagan se mostraron muy simples, y ciertamente hay que decir que tuvieron que hacer muchas hipótesis simplificadoras, como descartar los procesos dinámicos de la atmósfera (patrones de circulación, lavado natural, lluvias, etc); algo inevitable si recordamos cómo eran los ordenadores en 1983. Trabajos de otros grupos, en años posteriores, determinaron que las consecuencias de un invierno nuclear serían menos severas de lo inicialmente pensado, aunque como dijo un autor “en cualquier caso, no sería un picnic en el campo.”
En 1991, durante la retirada de iraquí de Kuwait, Sagan y otros expresaron su preocupación de que el incendio de centenares de pozos petrolíferos kuwaitíes podría provocar un pequeño invierno nuclear, provocando inestabilidades en los patrones climáticos del monzón indio, del que depende la supervivencia de mil millones de seres humanos. Estudios posteriores indicaron que sí hubo un pequeño efecto de invierno local, aunque afortunadamente las nubes de humo no alcanzaron la estratosfera y no pudieron, por tanto, extenderse mucho. El modelo TTAPS quedó nuevamente en entredicho, aunque solamente en grado, no en sus fundamentos básicos.
En esta ocasión, sin embargo, la Unión Soviética estaba en proceso de desintegración y la Guerra Fría tocaba a su fin. Ya no se necesitaban tantos misiles nucleares. Era hora de sacar la basura. Sagan, que falleció en diciembre de 1996, pudo ser testigo en sus últimos años de vida de cómo se redujeron los arsenales nucleares con más rapidez con la que se construyeron.
Hasta qué punto el estudio TTAPS contribuyó a la serie de tratados para reducción y eliminación de armas nucleares desarrollados en los años ochenta (SALT II, START, INF) queda por ver; pero es indudable que, sin el trabajo de tantos activistas para mostrar y prevenir los horrores de una guerra nuclear, las superpotencias no se hubieran visto tan presionadas para reducir sus arsenales. Gracias al esfuerzo de muchos, la ética global pasó del “cada país a lo suyo” al “vivimos todos en el mismo barco.” Las transformaciones que sacudieron ambos bloques y finalmente acabaron con la Guerra Fría no sucedieron porque los señores Reagan y Gorbachov decidiesen un día hacerse amigos. Fueron obligados por la presión del mundo, y personas como Carl Sagan jugaron un papel valiente y muy relevante. Gracias a todo ellos, ya no vivimos en un mundo que se encuentra a treinta minutos de la aniquilación global. Todos les debemos agradecimiento por ello.
“Porque nosotros somos la encarnación local del Cosmos que ha crecido hasta tener consciencia de sí. Hemos empezado a contemplar nuestros orígenes: sustancia estelar que medita sobre las estrellas; conjuntos organizados de decenas de miles de billones de billones de átomos que consideran la evolución de los átomos y rastrean el largo camino a través del cual llegó a surgir la consciencia, por lo menos aquí. Nosotros hablamos en nombre de la Tierra. Debemos nuestra obligación de sobrevivir no sólo a nosotros sino también a este Cosmos, antiguo y vasto, del cual procedemos”
(Cosmos, último párrafo)
Qué grande era Carl Sagan.
Arturo, aprovechando que eres físico me gustaría hacerte una pregunta de tu campo. Desde una perspectiva estrictamente física, ¿es correcto decir que el ‘peso’ de una persona ha cambiado tras un desplazamiento horizontal (por ejemplo, de medio metro) de esa persona desde un punto A a otro B (ambos pertenecientes al mismo paralelo terrestre, para simplificar)?
Yo pienso que sí, porque el peso es una fuerza y el desplazamiento cambia la dirección de la fuerza, lo cual supone un cambio en dicha fuerza aunque su intensidad no haya variado. Pero hay una persona que me replica que «es evidente que la fuerza no ha cambiado».