El sheriff del aparcamiento

Por Arturo Quirantes, el 4 octubre, 2012. Categoría(s): Historias del Profe • Humor ✎ 5

Yosemite Sam-Side

Hace algún tiempo intenté abrirme un blog para publicar, de forma anónima, los entresijos de mi trabajo. Quise que fuese la historia de un profesor de universidad cualquiera. La cosa fue bien durante algún tiempo, pero finalmente me he dado cuenta de que me estoy dispersando demasiado. Demasiados blogs. He decidido autorreconvertirme, y por eso voy a incluir aquí mis andanzas como profe. Algunos personajes tendrán su nombre cambiado por motivos de privacidad (y porque pueden pegarme una paliza en el pasillo), pero las historias son verídicas.

Hoy la Facultad de Ciencias de mi Universidad ha abierto el párking. Teníamos al lado las obras del metro, y entre eso y que el firme estaba más bien rugoso, han decidido arreglarlo. Y vaya si ha quedado bien. Da cosica pisar el asfalto, de bien que ha quedado, mejor que el primer día. Y en «mejor» incluyo el hecho de que un rasgo característico de ese párking durante muchos años, felizmente, ya no forma parte de nuestras vidas. Me estoy refiriendo a un vigilante de aparcamiento al que en tiempos conocíamos con el sobrenombre de el Sheriff.

Sabrán ustedes que, al igual que hay conserjes/bedeles/ordenanzas/etcétera muy majos y altamente capaces (y algún día pondré ejemplos), también los hay que se creen la razón y motivo principal de la existencia del mundo. Ya saben, ese tipo de mirada huraña, sentado tras un mostrador, que dispara miradas asesinas y espeta con voz ronca «¿adónde va usted?» en el mismo tono que respondería si le hubieses llamado hijo de mujer de dudosa reputación. 

El Sheriff era de esta segunda clase. Gordo, gafas de culo de vaso, voz ronca, cara de vinagre. Su misión era vigilar el aparcamiento de la Facultad, zona por demás tranquila. Hay plazas reservadas para «uso institucional» (léase jefazos), aparcamientos libres para carga y descarga, zona de motos y bicicletas. Ah sí, y zona de minusválidos, que hay que ser integrador y eso. Los vehículos autorizados entran por la barrera gracias a una tarjeta de proximidad, así que ni siquiera hace falta controlar la entrada. El mayor problema es que una moto aparque en zona de automóviles.

Pero para el Sheriff, todo es territorio comanche. Patrullaba sus dominios como si fuese un sheriff del Salvaje Oeste. Tenía incluso un emblema metálico de la Universidad que lucía como si estuviese en un spaghetti-western, de ahí su apodo. Si estuviésemos en Estados Unidos, sería de esos seguratas que va con un Magnum 4 al cinto, listo para desenfundar al menor problema. Menos mal que nunca le dieron una pistola eléctrica, porque entonces los únicos capaces de entrar en el aparcamiento hubieran sido los matojos de pinchos, esos que cruzan frente al Saloon cuando sopla el viento desde Abilene.

Lo que diferenciaba al Sheriff de los demás vigilantes de aparcamiento era su hosquedad. A veces uno tiene problemas con la tarjeta, y cualquier otro vigilante te abre sin mayor problema. Con él, ni Angelina Jolie tendría nada que hacer. En cuanto un estudiante intentaba entraba con una bicicleta, sus sensores se activaban, sacaba el silbato, y el pitido resultante se podía oír desde la Estación Espacial Internacional. Y ojo, que he dicho «intentaba entrar.» Ni siquiera hacía falta tener éxito, bastaba con que la bici entrase en rumbo de colisión. En este caso, para poder sobrevivir al encuentro, más te valía recordar las normas básicas de enfrentamiento: no discutir, no levantar la cabeza, huir con calma y, sobre todo, jamás establecer contacto ocular. 

El Sheriff vivía en un universo paralelo, donde las estructuras de poder habituales no se aplicaban y el propio Emperador tenía de andarse con pies de plomo. La cadena de mando, según él lo veía, era algo así como: «yo mando en el aparcamiento; el resto de la Universidad creo que es competencia del Rector o algo así.» Eso le otorgaba uno de sus pocos rasgos positivos: su igualdad en el trato. Quiero con eso decir que era igual de borde con toda la raza humana. Si un profesor con treinta años de docencia a sus espaldas intentaba cometer un error, le lanzaba el mismo pitido que con el estudiante recién llegado. Algunos compañeros me dijeron una vez que en cierta ocasión tuvo un encontronazo monumental con el Decano de la Facultad, a quien trató del mismo modo que a un estudiante de primero. Le da igual carne que pescado, profesor o Ministro. Pobre del que turbe la paz de la región cuando el Sheriff esté de servicio.

No contento con sembrar el terror, regarlo, cosecharlo y montar una panificadora industrial, el Sheriff tiene un arma adicional: las pegatinas. Como el aparcamiento está dentro de los terrenos de la Universidad, se considera privado, así que la policía local no tiene competencia allí. Tanto mejor para ellos, porque si no hubieran tenido que ponerle una línea especial a nuestro John Wayne particular. En su lugar, lo que hacía el tío era echar mano de unas pegatinas grandes, color amarillo fosforito, con mensajes en plan «está aparcado en zona no autorizada, eso no está bien, quítalo de ahí si no quieres que me enfade.» Dicen que el adhesivo de esas pegatinas estaban hechas con el material que usa el ministro Wert para blindarse la cara  y evitar que alguien se la parta. Yo he visto restos de algunas de esas pegatinas meses después de la infracción, cadáveres agonizantes que se aferraba a la vida. Me da la impresión de que, si te ponen una de esas, es mejor hacerse a la idea de que no te librarás de ella hasta que vendas el coche y te compres otro.

Como pueden imaginar, las quejas sobre la actuación del Sheriff se acumulaban en el despacho del Decano. El problema es que no se le podía expulsar; o quizá es que nadie tuvo nunca huevos para expulsarlo. A muchos nos habría gustado que la Universidad de Granada hubiese librado una partida presupuestaria para contratar a Chuck Norris y que lo echase de aquí. Duelo de titanes, oiga. Nuestro gozo en un pozo, porque siempre optaban por la solución fácil: el exilio temporal. Cuando el número de quejas alcanzaba la masa crítica, lo trasladaban a otra Facultad. Entonces respirábamos aliviados por algunos meses, los niños se atrevían a salir a la calle y los pajaritos cantaban felices en los árboles. Por desgracia, el número de Facultades es limitado, así que tras un periplo por todas ellas (con éxito de ventas similares, imagino), llegábamos un día y allí estaba a las puertas de nuestra Facultad, frente a la garita, con sus gafas de culo de vaso, su penetrante mirada asesina, su cara de vinagre y su chapa de sheriff  de Wichita refulgiendo al sol de la mañana.

Un día, no sé cuándo ni por qué, nuestro sheriff particular montó en su caballo rumbo al sol poniente y jamás regresó. Dudo que lo jubilasen, porque no existe poder similar en todo Granada y alrededores para intentarlo siquiera. Me huele a que está en el mismo agujero en el que dicen que Chuck Norris puede caer y volver a salir. Si es así, el Ranger de Texas y el Sheriff de la Universidad de Granada deben estar generando energía suficiente para crear sus propias supernovas.

Un día de la pasada primavera sentí un estremecimiento en la Fuerza. Al entrar en el recinto de la Facultad, me pareció ver la silueta del Sheriff. Con gran temor por mi vida, me acerqué discretamente para examinar aquella figura con gafas de culo de vaso. ¡No era él! Respiré aliviado y proseguí mi camino. Los aparcamientos siguen seguros. Pero no me fío. Su presencia entre las sombras de los árboles percibo. Tengo un mal presentimiento.



5 Comentarios

  1. Lo has retratado tal y como era!
    Para mi lo bueno era que se tomaba MUY en serio su trabajo y que, como bien dices, no discriminaba: trataba mal a todos.

  2. Jajajajaja, entre algunos bedeles Amos Maestros del Calabozo y de las Llaves, y estos Guardianes de la Galaxia, estamos apañados. Y que conste en acta que también los hay en otras universidades, como en Jaén, por ejemplo 😀

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Por Arturo Quirantes, publicado el 4 octubre, 2012
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